Este es el proceso de una vida quieta


He llegado a creer que no me aterra tanto morir en el olvido (al fin polvo amnésico) como olvidarme de aquello que me hizo amar la vida. Por ejemplo olvidarme de mis juguetes viejos, antiguos, esos que con los nuevos años ya nadie jugaría, tan apegado estoy a mi infancia que a veces creo que los juguetes lloran por no tener oportunidad de hacer nuevas infancias, juguetes que por no estar rellenos de cables parecen no tener validez; cómo no querer llorar junto a ellos, junto a relojes con rostro sonriente que chillan cuando se les aprieta un botón, cómo no abrazar juguetitos de madera cuya sutileza de infancia se multiplica por haber sido manufacturados por un adulto que,  muchas veces con más ternura que un pequeño, los decora con colores irreales para un carro o una casita, colores chillantes que nadie usaría, y es que nadie sabe que los adornos a los que llamamos infantiles lo son porque facilitan la entrada a los sueños, para marcar en nuestra mirada, con luz permanente, la memoria de lo que fuimos

   Lo que despierta en mi esta nostalgia latente es una escena (costumbrista) que puede verse en  un mercado cerca de mi casa, y es que ahí en la entrada en un local despintado hay un hombre anciano, ya muy cansado, que vende esos juguetes de plástico con rebabas, de un solo color, esos que pretenden ser luchadores o camiones de carga; pokémones o barbies sin movilidad en las piernas, aviones de llantas desmontables con stickers mal impresos mostrando insignias militares. Lo único que no parece anacrónico en el mini bazar son, por su brillantez de cristal, las canicas que guarda en un contenedor de plástico, esas piezas de alegría que son dignas musas de canciones. El año de la canica hay quien dice, a veces.

  En el relegado puestecillo, a diferencia del grueso del mercado, ni siquiera hay luz, aunque si una botella de vidrio de coca cola que funge como candelabro, el cual a pesar de llevar ahí más de dos décadas aún conserva en su asiento unas gotas ya secas de la bebida; lo único en lo que ha cambiado en todo este tiempo el adorno-artefacto, hoy tan en boga por cierto, es que se ha revestido con un encaje de parafina que da la apariencia de ser perlas góticas tejidas en holanes. A un lado de la botella está enmarcado un cromo de San Martín Caballero (guardián de los negocios) con el cristal empañado de grasa, polvo y excremento de mosca. Las paredes parecen haberse pintado a principios de la década de los ochenta de color verde agua, y el techo por lo visto nunca tuvo esa suerte.

   Así pues desde hace años, no veo que el señor venda uno solo de sus juguetes, el celofán que los guarda tiene polvo, y los cartones que sostienen con grapas esas bolsas frágiles ya lucen despintados y hasta húmedos, no parece que la cosa vaya a cambiar, y a pesar de todo me gusta pensar que si aquel hombre, con la ingenuidad propia de los ancianos que parecen rogar por volver a nacer, no tuviera apuros económicos se acercaría a todos los niños que, desesperados por alguna razón, lloran a sus padres que aguardan un turno en la cola de la tortillería y les regalaría esos juguetes "corrientes" con la esperanza de calmar sus ruegos, mientras sueña que los juegan dándoles sentido dentro de una historia, que no les prenderán fuego para hacerlos interesantes, que no los despreciarán en favor de cosas más estimulantes, en las que no se requiera demasiado para imaginar sus tonos, sus funciones. Me gusta pensar que vende juguetes por retribución a la vida y ser parte de la infancia, no por necesidad.

   Cuando es hora de cerrar el mercado, a eso de las seis de la tarde, el hombre se levanta con pesadumbre de una esquelética silla de madera cuyo respaldo es un bonito tejido de mimbre, y la acomoda amorosamente en un esquina, justo debajo de su pequeño altar, sólo para luego poner encima una botella de agua sin etiqueta (no sé porque me da la impresión de que en la forma de tratar al mueble hay algo del cariño con el que acomodaba la falda, debajo de las piernas, a su difunta esposa, cuando esta agonizaba sobre la cama). Aún jorobado, como si su cuerpo hubiera tomado la forma de la vernácula silla, toma un sombrero doblado y espanta a los insectos que se posan sobre las figuritas opacas de tan viejitas, ya que es momento de acobijarlas con una cortina blanca semitransparente con indicios de lo que alguna vez fueron flores guinda, pues es tiempo de dormir y hay que arroparse para tener mañana una buena sonrisa que ofrecer. Un anhelo ámbar, como de prostituta enamorada.

  Casi siempre que paso por ahí lo veo charlando con el señor de los abarrotes y sonriendo con las encías rosas. Su ropa nunca cambia, siempre es mezclilla para el pantalón y la chamarra, una camisa color crema, o quizá blanco añejo, y un sombrero de paja de cuya copa pende un listón negro. Espera con una sonrisa cuando no se ha quedado dormido con las costillas recargadas sobre el poyo que funge de mostrador, o tal vez reproduce mentalmente los viejos boleros que en horas de trabajo tiene vedado escuchar. No me lastiman pues las finanzas del anciano, ni su soledad, o su esperanza por la que rezo para que no la pierda. Es la angustia de ver una vida arrebatada, como la de un supliciado al que se le niega el tiro de gracia, esperando a que sea la inanición, más que la pérdida de sangre, la que se encargue de él.


   Se que no digo nada cuando enumero la tristeza que me causa ver a un hombre abandonado, pero me es inevitable adaptarlo a mi, a lo que se acaba (mejor dicho a lo que se nos acaba) a las canciones de cuna que mi madre extraía de los libros de texto de mis hermanas mayores para poder arrullarme cuando recién había nacido. Pienso en mi proceso de abandono, pienso que a los cinco años mi madre me compraba juguetitos con ese señor para tener algo que hacer después de comer; pienso que cuando mi etapa de juegos terminó comenzó la era de los conflictos de identidad y la exploración de mi alma, pienso que la subsistencia de aquel hombre es la misma de hace veinte años pero sin su esposa -de quién sólo recuerdo el saludo ritual que le rendía: un beso en la frente, una sonrisa a centímetros de la cara y un beso en la mejilla-. Pienso en el momento el que deja de tener sentido el aliento por la supervivencia. Los tiempos han cambiado y no me opongo, lo que no perdono es que sólo por eso justifiquemos el silencio.


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   Ahora que reviso el texto para corregirlo lo tengo claro, lo que más me duele es mi vanidad, la que me impide aceptar que la vida de otro pueda ser tan gratificante como la mía. Y es que tras leer estas mis propias líneas caigo en la cuenta del horror que tengo a quedarme sola, sin el suficiente dinero (aquí mi codicia) para satisfacer los caprichos a los que me he acostumbrado. Tras leerme encuentro más bien una señal de alerta para mi, que me dice que las jornadas no pueden ser tan sencillas como hasta ahora me ha tocado; es, en el fondo, por eso que reclamo el difícil tránsito del señor, porque más que una empatía practico un desprecio hacia los destinos que, a causa de mi desconocimiento de la realidad, jamás podría soportar.

   Quién dice que el hombre no es inmensamente feliz viviendo únicamente de recuerdos, que prefiere ser él mismo un cantante y definitivamente no un escucha (justo lo contrario a mi que soy una escucha negada a practicar la música), que le gusta verdaderamente dormirse en el casi derruido local (así como a mi me gusta dormir en en el baño de la oficina). Quién dice siquiera que necesita el dinero, o que se preocupa por lo que no vende, puede ser incluso que de tanto convivir con sus juguetes ya hasta le duela desprenderse de ellos.

   Es quizá que sólo no me gusta su solitario peregrinar o no se, quizá me dibujo una esperanza, para resguardarme de la melancolía de pensar que lo mismo las personas que los objetos (y más aún las cosas en las que guardamos un pedacito de nuestra fe) dejan de estar presentes para nosotros. Como si aquello en lo que fincamos nuestra personalidad fueran no más que escaleras o apoyos emergentes a los que no podemos recurrir de nuevo, pues como espejismos para entonces ya habrán desaparecido, llegamos así al verdadero abismo, no al de nuestra posición con respecto al mundo (social, sexual, económica, racial, etc.), más bien al que dejamos tras nosotros como única pista, el que impide volver para reorganizar el ser, el mismo que nos arrebata todo aquello de lo que una vez nos asimos credulamente. 

   Más allá de la interpretación que pudiera dársele a mi opinión del orden de las cosas, es cierto que gracias a ello, a la relatividad de la verdad, que el cosmos funciona, pues a esta incertidumbre es a quién se debe que lo mismo existan asuntos como la solidaridad, la violencia, la hermandad, el racismo etc, pues quienes practican una u otra cosa probablemente sólo piensan desde sus propias circunstancias, ignorando, como yo lo hago cuando siento lástima (no pondré un adjetivo que suavice las cosas) por el vendedor, que lo mejor del mundo es en realidad un infinito particular y que si no hay un pasado sólido que nos respalde menos será posible edificar un bienestar homogéneo para todos.


   Sobre si mis sentimientos son de sincera compasión o asco ante la realidad que de alguna manera me toca (pues aunque no sea yo en quien acontece es parte de mis circunstancias al estar en profundo contacto con ella) aún no lo se, no creo saberlo. Lo mismo es posible que lo que hoy crea en mi un sentimiento de consideración en alguien tan específico mañana me haga querer destruir lo que considere débil, pues mi propia desilusión me dicta, a veces, que no hay solución posible para redimir a eso que ya ha agotado todo lo que tenía para ofrecer, y no porque su bondad haya terminado sino por que se le acabó el espíritu de su siglo. Sólo puedo decir, por último, que con el anciano hay un espectro de mi infancia, y en mi hay una huella de la valía de su paso por la vida.


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