Un hombre y su muerte: Un cariñoso texto desencantado para Juan Vadillo




Va vestida la memoria de escarlata
y se muere con el sol al horizonte,
y su sombra nos regresa la mirada
en el muro entre el sueño y la vigilia
laberinto de recuerdos que se apagan
Juan Vadillo

Acordes para un andante

Despeinado o peinado torpemente, pantalón de mezclilla azul claro, camisa tradicional a cuadros y un saco para ocultar la ligereza de su vestimenta o quizá que no había planchado su camisa. Alto, aunque no demasiado, barba de dos días algo canosa, esbelto con el estómago ligeramente abultado. A diferencia de los demás poetas su mirada parecía estar lejos de comprometerse con cualquier cosa, como si nada pudiese sorprenderle, no es que fuera triste es que no era aguda, tampoco misteriosa más bien parecía que sus ojos acabasen de comer y ahora solo inhalaban un poco de aire, seguros, ya sin apetito, que había entonces más felicidad en su interior. Su andar era sincero, es decir lejos de cualquier pose orgullosa, no se molestaba en ocultar su balanceo en cada paso, como si viniera de una noche de insomnio, con la cabeza inclinada de sueño, y de eso estoy segura. Su voz era juvenil, agradable, pausada pero fluida, esta sí de maestro de los que son comprensivos en la universidad. No parecía que hubiera cantado nunca, pero, por la gentileza de sus graves, si que había recitado mucha poesía.

   Su carácter era difícil pero agradable, uno sabía que siempre estaba a punto de rabiar (aunque en realidad nunca lo hizo). Hubo ocasiones, cuando me acercaba a pedirle alguna opinión acerca del trabajo de clase, que lo veía desesperado, como si mi hablar le molestara o simplemente no tuviera ganas de ver lo que le rodea, con voz áspera denotaba su desinterés por cualquier cosa que fuera artificial, por ejemplo los trotes académicos. Otros días, o incluso los mismos de sus desplantes pero minutos más tarde, detenía la clase o interrumpía a quien estuviese hablando para que escucháramos los murmullos de las aves que se habían parado en la ventana, decía que su canto era más importante que cualquier cosa que pudiésemos decir; agachaba la cabeza como recordando alguna lección de vida de sus abuelos.


Antes de que me desaparezca

En el tiempo que duró el curso (no me refiero tanto a la cátedra académica como si al tiempo en que convergimos) aprendí de él que la belleza de la danza y el toreo se encuentra en la sublimación de la muerte, en el dolor de dejar la vida, dejarse la vida, de dar la vida. Comprendí que la música es un eterno lamento que se sostiene únicamente para permanecer si no vivo si presente, más que como testamento, como un fantasma que advierte y anima a quien no le alcanza este plano para existir.

   Para evaluarse con él existían dos opciones la primera por medio de un trabajo académico de corte más o menos tradicional (prefería que no se ahondara tanto en bibliografía para que se profundizara más en las inquietudes propias); la segunda consistía en memorizar para cada sesión un poema que él decidía y recitarlo frente a todos. En realidad lo que quería era hablar de poesía y música.

   Como pretexto por el titulo de la asignatura (Poesía y música) decidió organizarse con un par de compañeros guitarristas y una más que tocaba la jarana para ofrecer una pequeña presentación frente al resto de los alumnos. Interactuaba con los pupilos más allá de las lecciones y es quizá esa cercanía lo que lo convirtió en un profesor tan entrañable desde aquel que fue el primer curso que impartió, al menos en la facultad. No eramos muchos quienes asistíamos al seminario, no más de diecicocho, aunque si consideramos el horario (viernes de cinco a siete de la noche) fue todo un éxito pues además había constancia en el quorum; y es que había algo en su carácter inestable que abonaba no tanto a sus lecturas como si a un encanto bohemio pocas veces visto en una universidad, puesto que más que hacer un repaso histórico o crítico del arte, permitía andar en libertad a sus consideraciones acerca del erotismo de la vida, de la voluptuosidad del espíritu. Para cuando terminaba la cátedra, el sol se estaba ocultando, pero había alegría entre los presentes, cierta nostalgia festiva como de día de muertos, una mezcla entre oscuridad, solemnidad, elegancia pero también ludismo, celebración y embriaguez.


El silencio y la furia

Durante el año que fui su alumna, lo vi tocar en innumerables ocasiones, ya sin los compañeros, solo, como reclamando por el cáliz, como sacrificándose. Aún lo recuerdo, lo veo, lo vivo, transportándose cada vez que desenreda su guitarra, cierra los ojos dolido por despeinar a la musa que eterna se trenza el cabello. Veo sus párpados apretados, enojados de que la belleza duela, arrancando piedras del caudal que es su canción, la sucesión de notas que fluyen para desembocar en el mar que es la muerte. Sonrío al verlo rechinar los dientes cuando se le escapa viva una gotita de agua, castiga con un gesto agrio que sus cuerdas no vibren el ritmo del destino. De pronto rasga con furia, golpea el vientre de madera, le reclama haberlo lanzado al mundo para ser para la muerte, aún llevando la vida. Un Cristo furioso. Abre los ojos, dispara una duda al estupor del tiempo, y entiende que para caminar es necesario ser ciego.

   El motivo por el que lo escribo es que quiero rendir tributo al hombre que no me enseñó a amar ni la música ni a la poesía, pero que si sembró en mi la necesidad de escribir, no es que no lo hiciera antes de conocerlo (este blog nació mucho antes de que supiera de su existencia) es que nunca había sentido ansias verdaderas por hacerlo, y es que después de sus clases me refugiaba en cualquier rincón para intentar resguardar la magia en la tinta. Siempre al salir del aula con un par de amigos, tuvimos la tentación de invitar al maestro a tomar unos tragos con nosotros, sólo una vez lo hicimos, ocasión en que nos rechazó dulcemente, argumentando que se sentía muy cansado y que de alcohol y drogas ya estaba harto.


Albas de la gitanería

Me gusta imaginarlo junto a una ventana, segundos antes del alba, tocando su guitarra, descalzo para estar en contacto con la tierra. Me lo imagino con una copa de whiskey y un cigarro apagándose con la noche; dedicándole la serenata (nunca mejor dicha la palabra) a la sultana de su juventud, suspendido, cansado pero insomne. Quisiera ser una mujer desnuda que juega a tapar su entrepierna con una cortina, mientras él dibuja un río entre mis senos. Si, no quiero ser la amada de su cante, quiero ser la tentación, el alba de su deseo, la contraparte de la mujer de su vida; que vea en mi piel más que un presente, que sea un cazador que en cada centímetro desespere para que nunca vuelva a irse la presa que ya una vez fue suya, que en su trepidación encuentre únicamente la sombra, que no deje escapar lo que en mi ha reencontrado, como el agua que la tierra hirviente le niega al sediento; que entre mis manos y mis piernas encuentre sus manos y sus piernas de otro tiempo. No quiero pues hacerle el amor, quiero sugerirme como un lienzo para que teja hilos de eternidad en mi palidez matutina. Sólo quiero que me vea y tenga sed, que nunca me toque por temor a que me desvanezca. No lo amo, me gustaría ser un fantasma para atormentarlo. Pues es un gitano.

   Soy una gitana, y se que la vida está marcada por la nostalgia, que más que un recuerdo es una espera, como si la existencia fuera únicamente la suspensión de un momento (eterno) ideal, como si fuera una vuelta al mundo antes de volver a la tierra prometida. Por eso no busco en ese hombre algo mágico o inmaterial, no creo que sea una especie de profeta a la manera en la que pensamos a nuestros ídolos, me parece un hombre de carne y hueso y por tanto insoportable: No puedo dejar de verlo como una representación de mi creencia acerca de lo que es el mundo, él es para mi lo inmaterial de lo material, porque se que se que llora y sangra, que lo mismo podría morir de una manera ridícula (atropellado por ejemplo) que de una sumamente poética (perdido en el mar), pero aún así hay un misterio insondable en su persona.

   Un humano con una vida normal, y una muerte extraordinaria. Porque deja la voz vibrando en los huesos de quien lo escucha, y es que quienes lo hemos conocido le dedicamos palabras (como estas) y horas en la madrugada escuchando las piezas con las que solía abrirnos la puerta al corazón de la belleza primigenia, esa que no pone barreras entre el amor infinito y el dolor, el amor que duele y que mata, como el abrazo de una madre, el cual al instante en que su piel nos envuelve comenzamos a sentir el pesar de tener que soltarla.

   Con un abrazo bien podríamos dibujar el horizonte que ocupa en la existencia: la vida y la muerte. El ardor de que un segundo sea uno que recién termina y empieza a convertirse en otro. Es un abrazo que es una despedida diferida porque esta es un abrazo diferente. Es un acto que significa un mejor morir, pero definitivamente nunca un buen vivir. Y es que la vida lleva siempre al dolor como cara visible del placer, en tanto que la muerte obvia el pesar y a cambio nos da la emoción de una fuerza que nos conduce entre pasajes donde la gloria sabe más, cuando se presenta.


El paisaje es un verso de olvido

Lo vi apenas, el trece de abril, en la presentación de su libro El paisaje es un verso de olvido, tan ajeno a sí, obligado a las palabras, cansado de explicar lo que por inexplicable se hizo poesía. Serio, con la guitarra impecable pero apurada. Leyó algunos de sus poemas y se acompañó de las percusiones de Jacobo Lieberman, para tocar tarantelas, blues aflamencado, jazz blueseado, la música para la bohemia burguesa de España. Lo vi repasando su historia, aferrándose a contar las exploraciones que del espíritu ha hecho por medio de poemas confesionales y quirúrgicos de lo etéreo, dejándonos su vida como un manuscrito que certifica su muerte. A mitad de la presentación estuve a punto de las lágrimas, pero me lo impedía el buen gusto; comencé a olvidarme de escucharlo, de pronto sólo pensaba que a cada palabra de sus textos le correspondía el peso de su experiencia, una búsqueda insaciable del color de cada sonido. Era un adentrarse a la luz que desde su interior proyectaba un vocablo a falta de un lenguaje propio que todos pudieran entender. Confeccionar una cadena que atraviese dimensiones para amarrar su alma e impedir que sea sepultado su paso por el mundo, cuando llegue el momento de partir. Así pues, aseguraba su muerte (su eternidad), desprendiéndose de su aliento vital, repartiendo, en quien lo encuentre, aquello que por instantáneo se atesora para siempre, su música y sus palabras.

Acerca de su libro no tengo nada que decir. Soy una gitana que sólo puede aspirar a observar el universo en sus manos. Entonces el silencio.

Juan Vadillo, un hombre cercano a la muerte.

Bardo lejano e insoportable, de ti ya no escribo, no es que te olvide. Adiós para siempre en cada día.



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